EL PROYECTO LIGO


 

El efecto de una onda gravitacional es deformar el espacio en el plano perpendicular al de su dirección de propagación, expandiéndolo y contrayéndolo alternativamente a lo largo y a lo ancho. En consecuencia, al paso de la onda, la distancia entre dos puntos dados ha de oscilar alrededor de su longitud original, L, en un rango de magnitud, dL (es decir, oscilará entre L+dL y L-dL). Sabiendo esto, los proyectos para la detección directa de ondas gravitacionales se orientaron a detectar y analizar esa oscilación.

 

En el lenguaje técnico, a la cantidad adimensional que se obtiene dividiendo el incremento de longitud que acabamos de mencionar (dl) entre la longitud original (L) se le llama "deformación"  o strain (en inglés).  Esta deformación es extremadamente pequeña y además disminuye al alejarnos de la fuente emisora de las ondas gravitacionales. Para llegar a detectarla con fiabilidad la ciencia, a lo largo de algunas décadas, tuvo que ir superando varios retos.

 

 

El primero de ellos fue el cálculo y la descripción de las posibles fuentes de ondas gravitacionales y de su magnitud, ya que conocer estos aspectos es un requisito para saber cuál debe ser la precisión del aparato que las pretenda medir. En este terreno destacó la aportación de Kip Thorne (1940-  ), que fue pionero en estos desarrollos. A partir de ellos se supo que se necesitan eventos especialmente violentos, como supernovas o colisiones de agujeros negros para producir ondas que alcancen la Tierra con una intensidad suficiente para poder ser detectadas. Incluso una fuente así produce una deformación del orden de 10-21, lo que significa que una longitud de un kilómetro del receptor puede sufrir un cambio, dL, de 10-18m (este incremento de longitud equivale tan solo a !una milésima parte del tamaño de un núcleo de hidrógeno!)

 

Teniendo en cuenta que la longitud de onda de la luz visible es de unos 10-10m (es decir, unos doce órdenes de magnitud mayor que el dL que se quiere medir),  el segundo reto que se tuvo que superar, fue el diseño de un dispositivo capaz de determinar estos incrementos de distancia tan extremadamente pequeños. Este reto se superó diseñando un tipo receptor semejante al interferómetro de Michelson y Morley (figura adjunta), el cual, además ser de gran tamaño, debía utilizar luz láser de muy alta potencia. En este interferómetro gravitacional, las longitudes iniciales de sus brazos se ajustan de tal forma que entre los haces de luz que viajan por ellos se produce una interferencia destructiva en ausencia de perturbaciones. Así, en estas condiciones la señal recibida (producto de esa interferencia) es nula. Al paso de una onda gravitacional esas distancias oscilan, se modifica el tipo de interferencia y se produce una señal oscilante. El análisis de esta señal debe servir para identificar la onda gravitacional.

 

 

Ideado el tipo de detector, se planteó otro reto de difícil superación: la identificación efectiva con el mismo de la señal de una onda gravitacional.

 

 

Las ondas gravitacionales no son, ni mucho menos, el único fenómeno físico que puede producir cambios en la longitud del interferómetro. Sin ir más lejos, el propio ruido sísmico terrestre produce desplazamientos del orden de 10-6 (muchísimo mayores que el debido a una onda gravitacional). Por tanto, superpuesta a la señal extremadamente pequeña que se quiere detectar aparece siempre un ruido de mucha mayor magnitud. A la superación de esta dificultad contribuyó sobre todo Rainer Weiss (1932-  ) afinando el diseño del interferómetro gravitacional, hasta conseguir que se puedan identificar y mitigar las fuentes de ruido del dispositivo, hasta llegar a la sensibilidad requerida, de unos 10-18m.

 

 

Esto supuso la base teórica del proyecto LIGO (Observatorio de ondas gravitatorias por interferometría láser), que se materializó finalmente gracias a la creación por parte de Barry Barish (1936-  ) de la Colaboración Científica LIGO, encargada tanto de de la construcción y funcionamiento del aparato como del análisis de sus datos.

Un detalle no menor de esta red de detectores es el hecho de que se compone de dos interferómetros láser situados en sendos lugares alejados entre sí: uno en Hanford (Washington) y el otro en Livingston (Louisiana).  Esta duplicación de dispositivos es requerida porque la naturaleza juega la mala pasada de provocar fenómenos locales generadores de perturbaciones que producen señales similares a las que puede producir una onda gravitacional. Por este motivo, la única manera que se ha encontrado para aumentar de forma significativa la fiabilidad en la identificación de una señal como una señal extraterrestre, es comprobar que la misma se recibe al menos en dos lugares distintos.

 

Observatorio de Livingston  en Louisiana (a la izquierda) y observatorio de Hanford en el estado de Washington (a la derecha).

 

 

 

Actualmente la colaboración LIGO está formada por más de 1000 científicos repartidos en más de 50 grupos de investigación. Los dos interferómetros láser tienen forma de L de 4km de longitud de brazo el de Louisiana y de 2km el de Hanford. Su primera versión exploró el cosmos entre 2001 y 2010, sin que ninguna señal fuera detectada. Tras este periodo se procedió a una mejora sustancial de los detectores, dando lugar a Advanced LIGO. En paralelo múltiples grupos de investigación procedieron al cálculo detallado de las señales exactas que serían emitidas por posibles fuentes y al desarrollo de técnicas de identificación y extracción de estas señales del fuerte ruido de los detectores. Finalmente este ingente trabajo colectivo dio el fruto deseado, cuando se logró 2015 la primera detección directa de una onda gravitacional. Por sus contribuciones al logro de este hito, en 2017 se concedió la mitad del premio Nobel a Thorne y Basish, y la otra mitad a Weiss.